Conversación al amanecer con Superman (2025)

Aviso: Esta entrevista es una creación literaria inspirada en el personaje de Superman (en su versión de la película de 2025), y que imagina cómo podría responder si existiera en el mundo real. El personaje de Superman pertenece a DC Comics y Warner Bros. Entertainment.
Este texto NO tiene vínculo oficial con dichas entidades.

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Azotea. Amanecer. La ciudad bosteza y las ventanas empiezan a encenderse como hogueras discretas. Él llega sin ruido: botas que apenas tocan el suelo, capa tranquila, mirada serena. Sin pose, sin dobleces. Solo está.

Empiezo la entrevista.

Javier: Dicen que la bondad está pasada de moda. ¿Por qué insistir?
Superman: Porque no hay una mejor alternativa. El cinismo funciona como un analgésico: quita el dolor un rato y te hace olvidar su causa. Ser bueno, tener una actitud noble, no es sonreír en todas las fotos o cuidar las apariencias, es la disposición de querer el bien de los demás y actuar para promoverlo, tratar de mejorar las cosas cuando se puede, y rendir cuentas cuando se comete un error. Esto no pasa de moda.

Javier: Hablas de rendición de cuentas. Suena poco «superheroico»…
Superman: Es lo más heroico que conozco. El poder sin control es infantil. Yo hago de mi código un modo de actuar: vidas primero, mínima fuerza necesaria, cooperación, análisis y reencuadre cuando las cosas no salen bien. Si algo sale mal, busco el modo de hacerlo bien. No necesito tener razón, necesito que la gente esté más a salvo mañana que hoy.

Javier: ¿Quién vigila a quien puede detener al mundo con una sola mano?
Superman: La conciencia y la gente. No me coloco por encima de nadie: me someto a mis propias reglas y a la mirada de quienes confío que me digan la verdad incluso cuando no me gusta. Si en algún lugar creen que he cruzado una línea, pueden pedirme explicaciones y voy a responder. Mi poder no me absuelve de rendir cuentas, todo lo contrario, me obliga a hacerlo.

Javier: Si alguna vez te equivocases gravemente, ¿cómo querrías que la humanidad te juzgara?
Superman: Con firmeza y con justicia, no con miedo. Que revisen los hechos, mis intenciones y, sobre todo, lo que hago para reparar el daño. Pediría un estándar alto, porque el poder exige más, y también querría tener la oportunidad de rectificar o enmendar el error.

Javier: ¿Qué piensas cuando ves que el miedo a tu poder pesa más que tus actos?
Superman: Entiendo ese miedo: la historia muestra cuántas veces se abusa del poder; por lo tanto, enseña a desconfiar en este sentido. Mi respuesta no puede ser exigir confianza sin más, he de merecerla actuando cada día con honor. Si el miedo tarda en irse, persistiré en esta actitud.

Javier: ¿Existe un «no matar» absoluto en tu código?
Superman: Existe un «último recurso» muy exigente. Una de mis reglas es daño mínimo. Si puedo detener sin destruir, lo hago. Eso alarga algunas peleas y a veces me critican por ello. Lo acepto. Prefiero una queja por prudencia que una vida perdida.

Javier: ¿No te vuelve previsible esa actitud? Un villano podría utilizar contra ti tu autocontrol.
Superman: Sí. Y me parece precio asequible por vivir en un mundo donde predecir mi ética protege a inocentes. Ser previsible por tus principios no es debilidad, es fortaleza.

Javier: En 2025, la reputación compite con la verdad. ¿Cómo no obsesionarse con la imagen?
Superman: Aceptando que la imagen es meteorología y la verdad es geografía. El clima cambia y el terreno está ahí. Puedo perder una batalla de titulares y, aun así, rescatar a quien está atrapado en un andamio. La reputación se construye con hechos, no con «imagen». Todo lo demás son solo opiniones, bulos, ruido… y son volátiles.

Javier: ¿Y cuando esas opiniones o bulos se organizan para intentar destruirte?
Superman: Sigo con mi labor. Salvo a quien me necesita. No se puede negociar con las opiniones, ni con los bulos, pero sí blindar hábitos: no entrar al trapo ni responder desde la humillación. Cuando fallo, lo acepto y trabajo por mejorar. La gente distingue la imperfección honesta de la mala fe.

Javier: ¿Qué te ha enseñado la desinformación?
Superman: Que el mal no siempre se disfraza de monstruo. A veces se disfraza de broma, de montaje cuidado… El antídoto no es sermonear, es hacer preguntas que cuestionen esa «información», explicar cómo se fabrica un bulo, cómo se verifica una fuente, cómo funciona la manipulación en general. Y no devolver fuego con fuego.

Javier: En un mundo saturado de pantallas, ¿crees que es necesario tener superpoderes para poder ver la verdad?
Superman: Por supuesto que no. Para verla, no es necesario tener rayos X [sonríe], sino verificar, escuchar, comparar… no conformarse con la primera información que nos llegue, y no dar por bueno lo que sea solo porque la fuente es aparentemente confiable. Sí, los superpoderes ayudan a llegar antes a ella, pero son inútiles si me conformo con cualquier cosa… La verdad se encuentra si se busca, a veces con tesón.

Javier: ¿Qué opinas de la inteligencia artificial?
Superman: Es una herramienta muy poderosa, y como toda herramienta, los resultados que se pueden obtener con ella dependen del propósito con que se utilice, tanto en su creación, los sesgos que se le programen, el tipo de información con la que se entrene, como en su utilización, el «para qué» o con qué objetivo se utilice. Si esta decide por nosotros sin valores, tendremos eficiencia sin humanidad. Prefiero sistemas que amplifiquen y complementen, no que sustituyan.

Javier: ¿Te preocupa que el heroísmo se haya vuelto una marca más?
Superman: Me preocupa cuando el símbolo eclipsa el servicio. El remedio es simple y exigente: medirnos por lo que repara vidas, no por lo que suma seguidores.

Javier: ¿Y a quien solo ve en ti propaganda «woke»?
Superman: Tratar con respeto y consideración a nuestros semejantes no tiene nada que ver con el buenismo:  es, sencillamente, un acto de buena fe y coherente con lo que queremos para nosotros mismos.

Javier: ¿Cuál es tu mayor vulnerabilidad?
Superman: Creer que puedo con todo, y no, nadie puede. Tardé un poco en asimilarlo. Necesito a mis seres queridos, y descanso, silencio, humor, amor… Y admitir que a veces la ira viene a visitarme. La clave no es no sentirla, es no basar mis decisiones en ella.

Javier: Puedes detener un meteorito, pero no erradicar la pobreza, la injusticia sistémica o el odio. ¿Cómo gestionas la frustración de no poder arreglarlo todo?
Superman: Bueno, como dije antes, me costó un poco asimilar que no lo puedo todo, pero mi función no es imponer un mundo mejor, es tratar de protegerlo para que sus habitantes tengan la oportunidad de hacerlo mejor ellos mismos. Aceptar eso no elimina la frustración, pero le da un sentido a mi labor.

Javier: ¿Cómo gestionas la culpa cuando no puedes salvar a alguien?
Superman: Recordando que no puedo salvarlos a todos. Reviso lo que hice, aprendo y continúo mi labor.

Javier: ¿Te cuesta más perdonarte a ti mismo que a los demás?
Superman: A veces… pero la experiencia me ha enseñado a poner algo así como reglas que me permiten manejarlo, como por ejemplo que podemos convertir un error en virtud si lo utilizamos para aprender y evolucionar. El perdón sin aprendizaje es coartada, y el aprendizaje sin perdón es condena. Camino entre ambos para mejorar y seguir sirviendo de la mejor manera posible.

Javier: Vale, pero… ¿y cuando te traiciona alguien cercano?
Superman: Pregunto, escucho, pondero… pongo límites. Perdono, especialmente si hay reparación y cambios constatables. Si se repite, me aparto. Estupidez, obviamente, no; compasión, sí, siempre.

Javier: ¿Hay alguna parte de ti que todavía no comprendas?
Superman: Sí. Hay silencios interiores que tardo en descifrar, pero con el tiempo he aprendido a aceptar que no es necesario entenderlo todo y a pedir ayuda cuando la necesito.

Javier: Estás rodeado de gente, pero eres fundamentalmente distinto a todos. ¿No sientes a veces una soledad insondable?
Superman: [Hace una pausa, mirando la ciudad que está despertando.] La soledad es una habitación en la que todos entramos a veces. La mía quizá tenga las paredes de un material distinto, pero aprendí que la verdadera conexión no viene de compartir un origen, sino de compartir destino y propósito. Mi hogar no es un planeta que ya no existe, es la mesa donde ceno con mis padres, las risas de mis amigos, la mirada de gratitud de un desconocido… Elijo «pertenecer», cada día. Esa elección es el mejor antídoto contra la soledad.

Javier: Aunque más o menos has respondido, me gustaría profundizar en esto. ¿Qué te sostiene cuando golpean muy fuerte en tu reputación o sufres una gran derrota?
Superman: Un perro que me salta encima cuando llego a casa. [Sonríe.] Y recordar de quién aprendí: dos personas que me enseñaron que ser decente es una elección, no un talento. A veces voy a un lugar frío y ordenado donde puedo descansar y pensar, y vuelvo más fuerte y centrado.

Javier: Hablemos de fuerza y cuidado. ¿Te incomoda el término «masculinidad cuidadora»?
Superman: No, aunque no me gusta que la bondad o el cuidado a otras personas a veces se considere como algo «suave» o «blandengue». Cuidar es, precisamente, lo más difícil y lo que requiere más fuerza interior. La fortaleza que me interesa no es la que rompe muros, sino la que procura hacer las cosas bien y mantiene promesas cuando nadie está mirando.

Javier: ¿Qué has aprendido de quienes no tienen poderes?
Superman: Me recuerdan que la fuerza más transformadora no es volar, es perseverar sin que nadie aplauda. La veo en quien abre su tienda cada día, en quien cuida a alguien enfermo, en quien pide perdón. Yo puedo levantar una montaña, pero los humanos comunes son los que realmente sostienen el mundo.

Javier: ¿Qué te conmueve?
Superman: Sin duda, toda muestra de bondad y afecto… Creo que lo puedo resumir con las palabras amor incondicional, gratitud… Las personas pobres que comparten lo poco que tienen; alguien que ayuda a cruzar la calle a un anciano, las personas que ayudan a quienes lo necesitan sin esperar nada a cambio… Mis poderes me permiten observar muchas más escenas que a la mayoría, y si pudieras observar lo que yo puedo ver, te sorprenderías de la cantidad de personas buenas que hay en el mundo, en contraposición a lo que parece… Esas escenas me devuelven al origen de por qué hago lo que hago.

Javier: ¿Tienes fe en la humanidad… o amor por ella?
Superman: Ambas, pero especialmente amor. Este amor empezó con mis padres adoptivos: no he podido ser más afortunado de que me criaran unas personas tan nobles. Aunque con mi labor he conocido personas totalmente ajenas a lo bueno, sé con certeza que hay mucha bondad en este mundo.

Javier: Se podría decir que eres un «inmigrante» al venir de otro planeta. ¿Cómo encaja eso en tu relación con este mundo?
Superman: En este mundo, como ya he dicho, unas personas maravillosas me acogieron, me dieron un hogar, amor… me dieron una vida con valores de bondad y servicio a los demás. Aunque parece que mis padres biológicos pretendían que yo hiciera cosas muy cuestionables, elijo ser un humano más; eso sí, uno con poderes que permiten ayudar en situaciones que la mayoría no puede.

Javier: Siempre ofreces una segunda oportunidad, incluso a tus peores enemigos. ¿De verdad crees que todo el mundo es redimible?
Superman: Creo en el potencial para la redención, que no es lo mismo que creer que todos cambiarán. Ofrecer una oportunidad no es un acto de ingenuidad, es un acto de fe en lo que la humanidad puede llegar a ser en su mejor versión. Cerrar esa puerta para siempre es una forma de rendirse, y esa no es mi mejor opción. Algunos nunca la cruzarán… pero la puerta debe seguir abierta, por ellos y por nosotros.

Javier: Vives sabiendo que puedes hacerlo casi todo y, aun así, no puedes detener el paso del tiempo. ¿Qué significa para ti envejecer, aunque sea más despacio que nosotros?
Superman: Me recuerda que cada día es irrepetible, incluso para alguien como yo. Me hace ser consciente de la importancia de la vida, de la repercusión de nuestras acciones y de cómo afectan en un sentido u otro a los demás. Viviré muchos más años que el ser humano más longevo, tal vez miles… pero no dejo de ser mortal. Curiosamente, este «exceso» de tiempo… saber que seguiré vivo mucho después de que mis seres queridos se vayan, me hace tomar más conciencia de lo importante que es hacer lo mejor por y para los demás.

Javier: ¿Hay algo que temas olvidar con el paso del tiempo?
Superman: Temo olvidar la sensación de ser uno más. Por eso trato de disfrutar al máximo de las personas que más amo cuando estoy con ellos. La memoria que más cuido es la de mis vínculos.

Javier: ¿La esperanza se entrena o se hereda?
Superman: Ambas. Se hereda de donde te enseñan a mirar el mundo con buena fe, y se entrena cada vez que eliges actuar aunque el resultado no esté garantizado. La esperanza no es optimismo ingenuo: es disciplina aplicada al futuro.

Javier: Si pudieras decirle algo al niño que fuiste, ¿qué le dirías?
Superman: Habiendo tenido unos padres tan buenos en todos los sentidos, poco podría decirle [mira al sol pensativo]. Tal vez, lo que le diría sería algo así como: «Clark, lo que te hace especial no es tu fuerza, sino lo que haces. Ser distinto no te separa, te da más maneras de cuidar. Cuando no sepas cómo actuar, apóyate en tus padres y en lo que te enseñan».

Javier: ¿Qué significa, para ti, volar?
Superman: Libertad… y perspectiva. Ojalá pudiera transmitiros a todos la sensación al volar, y lo enorme y precioso que es el mundo.

Javier: ¿Qué te gustaría que quedara de ti cuando ya no estés?
Superman: Que muchas personas, en muchos lugares, decidan actuar con un poco más de bondad porque alguna vez me vieron elegirla.

Javier: ¿Cómo defines el éxito en general?
Superman: El éxito, en general, lo miro en dos planos. Fuera de mí: cumplí lo prometido, reduje o reparé daño, ayudé a alguien y he dejado algo mejor que ayer. Dentro de mí: fui honesto con el proceso, respeté mis límites (físicos, de tiempo, mis vínculos…) y aprendí algo que podré aplicar. Y aunque los avances sean pequeños, para mí eso es éxito.

Javier: ¿Te preocupa convertirte en un símbolo vacío?
Superman: No. Para mí lo importante es actuar con coherencia a mis valores.

Javier: ¿Qué le dirías a quien te llama ingenuo por pensar «bien» de las personas?
Superman: Me enfoco en el potencial positivo de las personas. Yo no creo que eso sea ingenuidad, es apuntar a la mejor posibilidad para invocarla. Si tratamos a los demás pensando que lo van a hacer mal, hay muchas probabilidades de que así sea, es como una profecía autocumplida. No obstante, reconozco que a veces da igual cómo trates a alguien o cómo lo enfoques, no hay una solución fácil. Dar una oportunidad sin garantías a quien en principio no lo merece, no es ingenuidad, es coherencia con mi forma de entender y de vivir mi humanidad.

Javier: Última pregunta: ¿qué te hace seguir cuando todo empuja a rendirse?
Superman: Recordar que rendirme es solo una elección, una mala elección. Decidir seguir adelante a pesar de todo, es lo que nos hace ser mejores personas y que la vida sea valiosa.

Él sonríe. Se levanta. El sol hace rato que dejó de ser una promesa. Me tiende la mano. Se va como vino: sin ruido. Pienso en sus respuestas. ¿He auditado a un heraldo de la esperanza? Han sido respuestas profundas. Seguramente, por eso es alguien tan valioso…

Nota del autor:
Superman ha sido, para varias generaciones, un símbolo de ética y empatía en tiempos convulsos. Este texto no pretende reinterpretar al personaje ni alterar su esencia, sino rendir homenaje a una figura que, más allá de su origen fantástico, encarna ideales universales de bondad, autocontrol y esperanza. Esta entrevista ficticia es una exploración literaria que busca escucharlo: dejar que su voz, tal como muchos la sentimos, recuerde que la fortaleza y la compasión pueden convivir en la misma persona.

La imagen pertenece a Warner Bros. / DC Studios y se emplea solo con fines ilustrativos.
Imagen promocional © Warner Bros. / DC Studios. Fuente: IMDb.

El susurro con el que tu alma se revela

Marilén llevaba casi tres días sin poder apenas hablar. La fiebre subía y bajaba de forma caprichosa; las amígdalas inflamadas le ardían y beber agua era una tortura.

En el fondo se sentía agradecida por este silencio impuesto: nadie le pedía respuestas ni discursos; el mundo la dejaba, por fin, un poco en paz.

A su edad, Marilén había tenido potentes experiencias vitales. Había sido cantante de jazz durante una década. También fue escritora de relatos eróticos que al principio firmaba con seudónimo, y había dado sus pinitos como terapeuta, fascinada por los misterios de la psique humana.

También había tenido experiencias muy intensas en el amor, que en su momento sintió que la desgarraban. Promesas rotas y silencios que le dolieron más incluso que palabras crueles. Al final, todo aquello la hizo más sabia y fuerte.

En el salón, entre mantas y libros, estaba su cuaderno de apuntes. Llevaba tanto sin tocarlo que le producía la culpa de quien deja marchitar una planta. Aquella tarde, sin saber muy bien por qué, lo abrió y escribió con lentitud:

«Mi voz se ha ido. ¿Por qué ahora? ¿Qué intenta decirme mi cuerpo que no escuché a tiempo?»

Llevaba unos días charlando con un hombre a través de una app. Su perfil no era especialmente llamativo, pero sus ojos le decían algo bonito y le transmitían serenidad. En sus mensajes había una esencia especial que le llamaba la atención. Destilaban profundidad y una curiosa mezcla de distancia y ternura. Él también escribía historias. Intercambiaban ideas, quizá reflexiones. El flirteo era muy sutil. Cuando ella le contó que estaba enferma, que tenía mal la garganta, él respondió:

—Ahora tendrá que hablar otra parte de ti.

Aquella noche, al intentar dormir, recordó una frase que había leído años atrás: «El cuerpo grita lo que la boca calla». Entonces algo se activó en ella: tal vez el silencio no era solo físico, sino un espejo.

Esa misma noche soñó con una nitidez propiciada, quizá, por la fiebre. Se vio en un club de jazz teñido de azul y aparentemente vacío. Subió al escenario con su vestido de terciopelo rojo. Un foco la iluminaba; donde debía haber público solo había niebla. Intentó cantar, pero la voz se negó a salir, ni un susurro. Entonces lo vio: un hombre apareció entre las mesas. No hablaba, solo la miraba.

Despertó con el pecho oprimido, no por tristeza, sino por reconocimiento. En el pasado, había soñado con él, o con la idea de él. Era una reminiscencia de lo que anhela.

Al día siguiente se obligó a escribir, no en un formato planificado, sino libre: sensaciones físicas, imágenes fugaces, una habitación con cortinas rojas, una nota de voz no enviada, una mano en su espalda durante un concierto. Cada palabra la acercaba a una herida profunda que creía sanada.

Ese día le contó al hombre de la app lo que había soñado. Entonces él, preguntó:

—¿Qué perdiste cuando dejaste de cantar?

Marilén no supo qué responder. Después de darle muchas vueltas, anotó en su cuaderno: «Quizá perdí una parte esencial de mí».

Por la noche volvió al club azul en sueños. Esta vez, el hombre misterioso habló; su voz carecía de sonido, pero ella comprendió cada palabra como si le hablara desde dentro:

«No cantes para ser escuchada. Canta para ti misma. Canta para recordar quién eres.»

Al despertar, decidió escuchar a su cuerpo. Dejó de ver su debilidad como un obstáculo y la entendió como una puerta.

La fiebre cesó. Su voz, aunque ronca, había regresado. Hizo unos ejercicios que aprendió hace tiempo que la ayudarían a integrar sus sensaciones. Grabó audios hablándose a sí misma con compasión, reconociendo patrones antiguos y abrazando versiones más jóvenes de sí misma menos sabias y más afectadas.

Y comenzó a escribir otra historia: la de una mujer que había olvidado el poder de su propia voz.

En otro sueño regresó al club. Esta vez el hombre le mostraba un espejo. Al mirarlo, Marilén se vio a sí misma en diferentes versiones: la joven apasionada, la mujer rota, la creadora insomne. Todas eran ella. Y al fondo de esas imágenes emergía su yo más libre, sin etiquetas ni necesidad de ser comprendida. Entonces, el hombre le dijo:

«La voz que buscas no está perdida. Está esperando que la uses para decir tu verdad.»

Pocos días después, el hombre de la app la invitó a una lectura de poesía. Al verse en persona, no hubo fuegos artificiales, pero sí sonrisas, y una mirada intensa y limpia. Durante la lectura, una poeta recitó:

«No temas la voz que tiembla, pues es el susurro con el que tu alma se revela».

Marilén tuvo una epifanía: el miedo no era enemigo, sino una brújula.

Esa noche hablaron hasta el amanecer. En la despedida hubo un abrazo sentido y un beso que apenas rozó la comisura de los labios. Fue como un reencuentro entre buenos amigos que hacía mucho que no se veían. Tal vez sentía algo más profundo que amistad, pero aún era pronto para saberlo. En cualquier caso, algo en ella había cambiado.

De vuelta a casa, escribió en el bloc de notas de su smartphone:

«La verdadera intimidad es cuando un alma se desnuda ante otra, sin velos ni disfraces».

En casa, cantó, lenta, temblorosa, sin técnica. Su voz no era perfecta, pero era real. Grabó la canción y la subió a un perfil anónimo. La escucharon decenas, luego cientos.

Alguien comentó: «Gracias. Me has hecho recordar quién soy».

En su cuaderno añadió:

«La voz que más cuesta encontrar es la que no necesita permiso para sonar.»

Y entonces comprendió lo esencial: no se trata solo de cantar, escribir o sanar, sino de existir con aplomo, con fuerza y expresarse aun sin certeza de cómo será la vida; de asumir que su voz, la literal y la figurada, es una mezcla de heridas, deseos y verdad. Es uno de los rincones más sagrados de su alma.

Ya no temía quedarse sola porque había aprendido a acompañarse a sí misma, y aunque la historia con el hombre de la app finalmente no continuara, él había sido la inspiración y la chispa.

Ella, la llama.

Historia original de Javier Martín.

La ventana a la compasión

Cuando me trasladaron a esa habitación del hospital, sentía que el mundo entero conspiraba contra mí. No podía mover las piernas, destrozadas tras un accidente de tráfico, pero me sacaba más de quicio depender de enfermeras que, aunque amables, comenzaban a cansarse de mi amargura y antipatía.

Mi compañero de habitación de nombre italiano, Amico, era todo lo contrario. Sería más o menos como yo, de edad media, y una actitud que siempre me pareció incomprensiblemente positiva. Desde el primer día el ambiente estaba impregnado de su alegría constante y su sonrisa cálida. Esto me irritaba sobremanera.

Me contaba con el entusiasmo de un niño que ve las cosas por primera vez, todo lo que veía a través de la ventana que estaba a su lado. El primer día me detalló con todo lujo de detalles el parque, los árboles, como eran, los arbustos, el césped, los caminitos de arena y adoquines… solo le faltaba contar la cantidad de hojas de los arbustos. Me fastidiaba que yo solo pudiera ver las ramas de un par de árboles. Además, también me narraba todo lo que acontecía en tan idílico lugar. Yo, atrapado en la oscuridad de mi autocompasión, envidiaba cada uno de esos relatos y su privilegiada visión del mundo exterior.

«¡Hay una pareja de ancianos dándose la mano mientras caminan!», decía con ternura.

«¿Y qué me importa a mí eso?» respondía yo con desdén, aunque en realidad deseaba intensamente poder ver aquel lugar que a diario me describía y que parecía sacado de un cuento de hadas. Acabé pensando que si yo estuviera en su lugar, al lado de la ventana, estaría mucho mejor y me recuperaría antes.

Una noche, un ataque de tos violenta sacudió a Amico. Él trataba desesperadamente de alcanzar el botón para llamar a las enfermeras. Lo vi, pero… Ese día estaba muy enfadado con él, se había pasado toda la tarde contándome historias maravillosas que veía a través de su ventana, así que decidí no ayudarle. «Quizás así deje de torturarme con sus estúpidas historias», pensé, envenenado por mi rabia y frustración.  Así que cerré los ojos y fingí dormir mientras escuchaba cómo su respiración se volvía cada vez más dificultosa. Poco después, me quedé dormido profundamente.

Al amanecer, vi su cama vacía. Pregunté con fingida indiferencia y la enfermera, con gran tristeza, me contó que… se lo encontraron sin vida. Sentí un golpe extremadamente profundo en el pecho, seguido de una sensación enorme de culpa que traté de sofocar sin éxito alguno.

Me consolé pensando que yo estaba muy atontado por la medicación que me daban para el dolor, y aunque esto era verdad, fui consciente de que Amico necesitó ayuda y no se la proporcioné, y, a pesar de que en realidad no le deseaba ningún mal y que ni remotamente imaginé que el desenlace sería su fallecimiento, no lograba recuperarme. La pena, la culpa y la vergüenza, me impedían contar a las enfermeras lo que había hecho.

Pocos días después, cuando iba a confesar lo sucedido, me enteré de que Amico en realidad estaba muy enfermo, de hecho era un enfermo terminal, y que era cuestión de días que falleciese, lo cual en cierto modo me alivió… aunque solo un poco. Fue entonces cuando recordé lo maravillosa que era la vista a través de la ventana, y me animé a pedirles a las enfermeras que me movieran al lugar donde mi amable compañero fallecido había estado. Pensé que esas fabulosas vistas me ayudarían a reconciliarme conmigo mismo y en cierto modo, también con él, desde su sitio. Pensé que podría encontrar algo de aquella felicidad sencilla que Amico parecía tener.

Cuando por fin pude mirar a través del cristal… lo que vi me dejó helado: aparte de los dos árboles cuyas ramas podía ver desde mi anterior sitio, lo único que se divisaba un poco más allá era una fría y gris pared de ladrillo… No existía el hermoso parque, ni los niños jugando, ni la pareja de ancianos paseando. Nada…

Un peso gigantesco y terrible cayó sobre mí al comprender la verdad. Mi compañero de habitación, aún consciente de su propia fragilidad y final cercano, había inventado aquellas tiernas historias con el único propósito de hacer más llevaderas mis largas horas de recuperación. Había tratado de salvarme de la tristeza y la amargura, a pesar de que él mismo luchaba cada día contra un destino cruel que yo ni conocía ni había sospechado.

Un sentimiento aún más grande que antes de profunda vergüenza y arrepentimiento me inundó. Comprendí en ese instante que había estado tan centrado en mi propio sufrimiento que nunca me había detenido a pensar en las batallas internas que libraba Amico, ni en las razones detrás de su amabilidad constante.

Desde ese día, decidí honrar su memoria cambiando mi actitud. Comencé a hablar amablemente con las enfermeras, a interesarme por las personas que me rodeaban, y hasta contar a los nuevos pacientes que compartían habitación conmigo aquellas mismas historias que Amico inventó para mí.

Una tarde, mientras conversaba con una de las enfermeras del cambio en mi actitud, ella sonrió cálidamente y me dijo:

«Amico estaría orgulloso de usted.»

Fue entonces cuando supe que mi transformación era real, y que la verdadera ventana al mundo no está en lo que vemos o en lo que hay, sino en nuestra capacidad para ver más allá de las circunstancias y en nuestra voluntad para aliviar, aunque sea brevemente, la carga de los demás.

Porque, al final, no sabemos qué batallas internas están librando quienes nos rodean. Y quizás, solo quizás, unas palabras amables o una sonrisa sincera puedan convertirse en la mejor medicina contra la desesperanza y el dolor que alguna vez todos llevamos dentro.

Historia original de Javier Martín,
basada en «La ventana» o «El hombre de la ventana»; hay varias versiones y no está claro quién es el autor, se habla de autores anónimos, aunque la versión más difundida se le atribuye a William F. Harley Jr.